En América Latina somos testigos de una paradoja: la región no habÃa tenido en mucho tiempo –o quizá nunca antes– una coyuntura internacional tan favorable, pero a pesar de ello la clase polÃtica y las instituciones de la democracia no gozan de la confianza ciudadana. Las encuestas de opinión están registrando desde hace varios años un fenómeno que da cuenta, con excepciones, de la distancia entre las expectativas generadas por el ciclo económico favorable y los magros resultados que las democracias producen para las mayorÃas.
Un dato adicional de esta paradoja es que la prosperidad inédita estuvo acompañada de mayores ingresos fiscales que permitieron el impulso de polÃticas de inclusión que, a su vez, disminuyeron sustancialmente la pobreza y posibilitaron la emergencia de grupos tradicionalmente postergados. Los nuevos sectores emergentes, que ahora tienen voz y que demandan mayor participación en los asuntos públicos, esperan resultados que las democracias no están brindando en los tiempos y en la magnitud necesaria para revertir los altos niveles de exclusión que hacen de América Latina el lugar más desigual y más violento del planeta.
El cuadro es complejo porque las democracias se articulan con estados débiles que no logran traducir la riqueza acumulada en desarrollo, o dicho en otras palabras, a pesar de la excedencia de recursos los bienes públicos siguen siendo escasos y de mala calidad. El asunto es que el Estado ha sido asediado por distintas concepciones que lo redujeron a su mÃnima expresión. Mientras que en la izquierda persiste una cierta resistencia a su fortalecimiento por el recuerdo reciente del uso represivo que se hizo de la fuerza del Estado en manos de gobiernos militares, desde la derecha se sigue pensando que un Estado fuerte podrÃa ser utilizado para impulsar medidas intervencionistas que reduzcan los espacios y márgenes para la operación de la actividad privada.
La tarea de construir estados con capacidad para elaborar e implementar polÃticas públicas que aseguren una mayor gobernabilidad es el meollo del asunto, pero esa prioridad no aparece todavÃa con la fuerza suficiente en la agenda pública de nuestros gobiernos. El nudo gordiano podrÃa cortarse, como muestran algunos pocos aunque valiosos ejemplos, mediante la celebración de acuerdos entre las fuerzas polÃticas destinados a reorientar la capacidad del Estado de posibilitar las reformas que están pendientes de ejecución y que las mayorÃas postergadas reclaman desde hace tiempo. Este fue el tema destacado por el director para Centroamérica del Instituto Nacional Democrática, Eduardo Núñez, en un reciente evento para lÃderes polÃticos peruanos en donde se abordó, como ejemplo, el Acuerdo por México y las 13 reformas constitucionales que acordaron los principales grupos polÃticos representados en el parlamento. La dificultad para lograrlo fue inmensa ya que, según los trascendidos, como explicó Núñez, durante una de las noches en la que se trató parte de la reforma, los senadores decidieron, entre otras medidas defensivas, cerrar el acceso al edificio y apagar los celulares para resistir las fuertes presiones de una feroz campaña en contra que llevaba varias semanas de duración.
La celebración de acuerdos entre la clase polÃtica para fortalecer la gobernabilidad e impulsar reformas que sean sustentables es prioritaria e imprescindible pero resulta, como muestra el caso mexicano, difÃcil de lograrse. La lección más clara que dejó Núñez al auditorio peruano es que los polÃticos, actuando al unÃsono y construyendo acuerdos, tienen mejores posibilidades de resistir los intereses reacios al cambio y reciben por ello mayores recompensas cuando se proponen seriamente articular las respuestas que las mayorÃas desencantadas todavÃa esperan de la polÃtica.
http://www.larepublica.pe/columnistas/desde-fuera/acuerdos-de-gobernabilidad-30-05-2014
--
Santiago Mariani